El viento soplaba fuerte.
No silbaba. Aullaba de tal forma que podría haber hecho estallar los tímpanos de cualquiera que pasara por allí.
Oscuro y frío, no eran más que ella y la noche. La noche y ella y sus dedos que lo soltaron tan rápido que no tuvo tiempo de darse cuenta que volaba. La noche y ella y sus dedos y sus oídos que resistían, imperturbables, impenetrables.
En medio de un torbellino, una fuerza invisible lo impulsó cada vez más arriba.
Sabía que permanecía con vida porque la luna se reflejaba sobre él, recorriendo y delineando su figura.
Era en y por su luz que se sabía rojo, lleno de vida. De una vida que venía con ganas y latidos que hacían vibrar la tierra. Como pasos de gigante, hacían temblar. Su latir estremecía y aún así, no había podido hacerse escuchar. No esta vez.
Rojo como la sangre, no quería perder su color.
Rojo tan puro, indescriptible para algunos.
Rojo que a la distancia se confundía con la nada, temía fundirse en ese negro.
Se escurrió el hilo que tan delicadamente habían atado. Se esfumaron sus esperanzas. Explotaron sus sueños. Había que saber bailar ahora en medio de semejante mareo.
Quería volver a encontrar el arcoiris.
Se iba lejos aquel globo rojo...sin saber a dónde.
No dejaba de latir.
Sin rumbo, hacia lo alto.
Latía.
A oídos necios
Palabras sordas
Si se conforman
Pa' qué insistir...
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