A mi abuela paterna no la conocí.
La frecuenté en asados familiares y en su demencia senil.
Sólo recuerdo las indeseables despedidas de los domingos, que eran casi un manual de pasos a seguir en mi niñez:
-acercarme a su habitación
-darle un beso en la mejilla fría, llena de arrugas del tiempo
-e irme, sabiendo que no tenía idea de quién era.
Nunca disfruté de eso. No había tanto para disfrutar tampoco, ¿no?
Dato pintoresco, de esos que se cuentan en meses grandes y largas: ella fue una de las que estuvo en esos barcos que relatan los libros de historia, viajando por más de un mes de Italia a Argentina.
Ese hecho debe condicionar el detalle que me quedó de esa mujer: la profunda tristeza de sus ojos.
Las fotos blanco y negro de la familia ayudan a resaltar la seriedad de su expresión.
No importa que se trate de casamientos, bautismos, viajes y demás celebraciones. La tristeza la habita a ella y a sus pupilas.
No sé si hace falta que me cuenten mucho sobre cómo vivió. Década tras década, conserva en las fotos que la retratan la misma mirada de párpados caídos y sonrisa prisionera.
En el barco también viajaba mi papá, con 6 años de edad. Tuve la suerte de encontrarlo despierto para ver si recordaba algo de ese momento, pero no, no tuvo mucho para decir.
Él heredó su nariz siciliana y los mismos ojos tristes.
Las fotos, ahora a color, de la familia resaltan también la seriedad de su expresión.
No importa que se trate de comuniones, navidades, viajes y demás celebraciones. Casamiento lo dudo, porque la nena no se va a casar. La tristeza lo habita a él y a sus pupilas.
La diferencia está en que a él sí pude preguntarle "¿sos feliz?"
Y él, respuesta tras respuesta, respondió con seguridad: Sí.
Y yo, respuesta tras respuesta, descreí y me quedé en silencio.
Es una viaje de ida cuestionar la felicidad ajena y uno elige que batallas pelear, ¿no?.
Por desgracia, a él tampoco pude conocerlo tanto, pero al menos su mente funcionó para contar un relato que poco tuvo que ver con la historia en sus ojos.